Colgando del siglo
El año 99, con todo, fue un buen año.
Es cierto que nos pasamos al filo del horror ante la posibilidad de que el sistema colapsara por una bagatela como el Y2K: por un pormenor informático tan trivial como lo era sustituir un 9 por un 0.
Es cierto que Yugoslavia se caía a pedazos tras los bombardeos de la OTAN y que en África, como siempre, alguna nación sucumbía a las curiosidades fatales del genocidio.
Es cierto que en Centroamérica tractores y geómetras escarbaban en el barro y en las ruinas de un nuevo huracán.
Es cierto que sonaba Mambo Numer 5 y esa de Cher, insoportable, repugnantísima. A propósito de esto último, debo decir que, al principio, a todos nos daba risa. Resultaba molesto, sí. Pero se trataba de algo, ante todo, chistoso. Ya para Semana U, la última Semana U de la historia, sonaba en todas partes: de OPQ a Caccio's, de Soda la U a McDonald´s recorría todo el arco ideológico de aquel siglo áspero. Con 54 años, Cher pasaba por encima de Britney Spears y Christina Aguilera como una estampida de tanques Sherman.
¿Y qué nos decía?
¡Belive!
¡BELIEVE!
El mundo entero, así, se rendía sin darse cuenta al autotune.
Al inicio, insisto, nos parecía chistosísimo. Un efectillo más. Un filtro. Un sintetizador de voz. Nada extraordinario. Pero era autotune. El efecto Cher constituía, digámoslo así, la singularidad en la música popular. Y no nos dábamos cuenta. Siempre sucede así con el futuro: lo vemos a través del retrovisor como el Alto o el Ceda que nos brincamos fatalmente.
Yo entré a la U justo en el año 99. Y tal vez eso, aunado a los ejercicios nostálgicos propios de un cuarentón, me llevana concluir que el 99 fue un buen año.
Aún a pesar de Lou Bega, Cher y el autotune.
Para un mae de Cartago, por entonces, cruzar el Ochomogo constituía una hazaña equivalente a cruzar un límite de mundo. A fines de siglo todavía quedaban algunos vestigios de eso que en otro momento fueron lugares. Ya se percibía la sospecha, la sensación generalizada de que la sustitución de lugares únicos e individuales por paisajes insulsos y genéricos rompe nuestros lazos con cosas importantes.
Pero quedaban algunos.
Por eso un mae de Cartago agarraba bus de la U y se sentaba del lado de la ventana con un Walkman a ver el cerro de la Carpintera, los cafetales y una que otra casona perdida y, de alguna manera, estaba construyendo un sentido del yo.
Un sentido del yo colectivo que surgía desde el paisaje. Porque, como dice Tetsuro Watsuji, así como el yo individual ocurre, predominantemente, en el tiempo, el yo colectivo (o el nosotros, si se quiere) ocurre en el espacio, en el paisaje.
Una vez, quizás fue a fines de año, en uno de esos viajes de bus puse Radio U. Uno siempre ponía Radio U. La radio era, así, una suerte de paisaje del oído donde también construimos sentido del yo. Nos reconocíamos y nos desencontrábamos desde ese ámbito. Yo, por ejemplo, detestaba el ska. Y a fines de siglo el ska sonaba en todas partes. Mis amigos tocaban ska y no en pocas ocasiones se abandonaban a ese frenetismo de imbecilidad incontenida a la que llamamos slam.
Las muchachas de las que estaba enamorado escuchaban ska y no eran especialmente receptivas a aquello del dulce abismo y tu breve cintura. O sea, estaba mamando.
Puse Radio U y, de repente, sonó algo que me generó unas resonancias curiosas.
Una guitarra acústica con unos arpegios muy enfáticos, muy concisos. Y un yo lírico que hablaba de vos. Un yo lírico, quiero decir, que conjugaba en vos, no en tú. Un vos diferente al de las canciones de Charly o Spinetta. Un vos próximo.
“Adónde vas a vos, adónde voy yo, preguntó asustado”.
Mientras el bus vagaba perezosamente por la Florencio del castillo aquella voz que decía, también, que alguien no merece ni siquiera morir amenazaba con fracturarse como un cielo en la tarde.
Esa fue la primera vez que escuché una canción de Esteban, mi canción favorita de Esteban. Ha pasado un cuarto de siglo y aún hoy cuando se la pido, me dice lo mismo “Es una canción muy oscura”.
Nuestra cosmología, básicamente, sigue siendo la misma desde Copérnico. Y desde Nietzsche a Laplace, desde Jacques Monod a Camus, tenemos la sospecha de que no solo no somos el centro del universo, sino que estamos íngrimos y nuestra existencia comporta un accidente absurdo. Las categorías con las que intentamos entendernos, por otro lado, siguen aferradas a modelos de pensamientos remotos, ajenos. Y por eso, mientras hoy habitábamos la riqueza virtual y la miseria simbólica, el mundo da vueltas colgando del cielo y nosotros seguimos colgando del siglo.
Nos queda, sin embargo, la posibilidad de encontrarnos, de buscarnos, de acercarnos y de salvarnos cuando alguien, de repente, nos dice “es a vos a quien quiero”. Porque sí, por más que la tierra gire alrededor del sol y el universo entero se nos muestre indiferente, estamos hechos de material sensible.
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